El Baúl de los Intentos

Aquí estamos otra vez en el Submarino del Aire, preparándolo para una nueva inmersión. Regresamos a él con un entusiasmo que pasa por alto sus limitaciones. Como ir a la casa de tu abuela, en donde tienen más peso los buenos recuerdos que la falta de agua caliente.

 El Submarino es lo que es y en nada ha cambiado desde la última vez que estuvimos aquí. Pese a que en teoría es un estudio comercial, en la práctica funciona más como un negocio familiar (lo que equivale a decir que, a fin de cuentas, no es ningún negocio). Pocos son los proyectos externos que se hacen en él, siempre conducidos por Lalo Del Águila. Desde la última vez que estuvo aquí La Barranca, que yo sepa, sólo han grabado Cecilia Toussaint, Jaguares y algunas bandas del programa piloto de TV que está produciendo Federico. De las otras cosas casi no me entero, y cuando lo hago, Del Águila suele decir muy poco. ¿Qué estuviste grabando la semana pasada? “Un grupo de happy punk”, dice solamente. O si no, “unas baterías para un proyecto externo”.
Sea como sea, cuando llegamos, parece que el Submarino se echara a andar (navegar) nuevamente desde cero. Hay que verificar que los equipos funcionen, que corra la Mac; hay que comprar un nuevo disco duro y reconectar todo el cableado, incluso la línea del teléfono. Nos toma un par de días arreglar el espacio, poner en el orden correcto todas las baterías y amplificadores que hemos conseguido para estas sesiones. “Tráete algo para ambientar”- me dijo Del Águila desde el día que hablamos para fijar la fecha de inicio- “hay que cambiar la vibra del Submarino”. Y de entrada, mi labor principal en el día de arranque es esa: mientras Del Águila y Fong mueven cables, líneas de micrófonos, y demás, yo coloco velas en ciertos rincones específicos, prendo un poco de incienso, cuelgo algunos cuadros y adornos. Fong pega un póster del Fantasma de la Ópera en la cara interior de la gruesa puerta de madera.
 El espacio en la cabina de control del Submarino es sumamente reducido, ya se sabe. No caben más de cuatro individuos ahí dentro, y aún en ese caso debe de haber gran coordinación en sus movimientos. Como en esos rompecabezas numéricos de plástico que consistían en acomodar cuadritos, con los dígitos del 1 al 15, en el cuadro mayor que los contenía, que sólo dejaba una casilla libre.
Pero en la sala del estudio propiamente, el espacio es suficiente como para acomodar tres sets de baterías simultáneos, 7 amplificadores y un piano sin ningún problema. Ahí armamos además un rack para poner todas las guitarras y bajos, que ahora suman más de diez. Y es ahí donde colocamos también una mesita que funciona por partida doble: como bar y como pequeño altar. En ella hemos puesto un par de botellas de tobalá y algunos vasos. También es ahí donde prendemos un poco de copal cuando finalmente todo está listo para empezar.
Pero el camino para llegar aquí arranca desde mucho antes. La primera vez que oímos algunas de estas canciones, Federico y yo estábamos esperando el metro en una estación abierta, en Brooklin. El aire de la mañana era sumamente helado pero el cielo estaba claro y azul, lo que establecía un contraste extraño para mí. Nos subimos en el vagón casi lleno, Federico con los audífonos del iPod. Cuando íbamos cruzando el puente hacia Manhattan se los quitó y me dijo: deberíamos de hacer un disco en esta onda. Acabábamos de terminar Providencia que, por las razones que fueran, terminó siendo más que nada una colección de canciones que apuntaban en varias direcciones. Estas nuevas, cuyos demos veníamos oyendo, sólo eran tres, pero ciertamente tenían algo que las unía: una cierta energía eléctrica como denominador común. Las tres apuntaban en una misma dirección, por eso entendí perfectamente lo que me decía Fong. Ahí mismo, en el metro, hablamos un poco de esto, a nivel muy general. Dijimos que estaría bien hacer algo diferente ahora, algo que tuviera una unidad más clara en ese sentido. Lo que estas tres piezas compartían (nombradas simplemente New Beat 1, New Beat 3 y New Beat 8) era un pulso más rápido, una energía más de rock, definida por la presencia de riffs y guitarras eléctricas. Pero era ciertamente una dirección en la que se podría trabajar.
No volvimos a ellas hasta meses después, a principios del 2009. Para entonces yo había elaborado más ideas que tenían que ver con esos principios muy generales planteados en la línea S del metro de neoyorkino. Mi lista ya iba por el New Beat 17. Esto, junto con otras cosas que había yo rescatado de etapas anteriores, daban como 25 propuestas. A estas les sumamos otras ideas, aun más fragmentarias, que estaban en mi pequeña grabadora digital Olympus. Esta es una de esas grabadoras de bolsillo que usan los reporteros para grabar sus entrevistas, y que a mi me sirve como una libreta de apuntes. La calidad de grabación deja bastante que desear, pero es muy portátil y ahí voy registrando cosas de la manera más simple. Por lo general con una guitarra acústica y mi voz. A veces sólo con la voz; depende de dónde aparezca la idea y qué herramientas tenga a la mano. Estas ideas suelen ser apenas puntos de partida que después intento desarrollar más, ya como un demo formal.
Entre todo esto, más algunos bosquejos que había dejado Federico en la computadora en visitas anteriores, teníamos un total de más de 35 “cosas” posibles. El estado de terminación de estas varía grandemente. Puede ir desde el demo de una canción trabajado con sumo cuidado (con ideas muy específicas de arreglos, guitarras, melodías y voces; nunca bajo), hasta pequeñas de melodías susurradas a la Olympus en medio del tráfico del DF, de apenas un par de compases de duración.
Revisamos ese inventario de ideas, al que llamo, Baúl de los Intentos, sin demasiado rigor. Vimos que había bastantes cosas en él y establecimos una fecha hipotética para iniciar la grabación de un disco nuevo de La Barranca: diciembre del 2009. Estábamos por ahí de abril, así que la fecha se veía bastante lejana aún, y sabíamos que antes habría que resolver un montón de cosas. En primer lugar la cuestión del financiamiento.
Para ello habíamos metido una solicitud para una beca de co-inversión al FONCA. Era la primera vez que lo hacíamos, pero sentimos que podíamos cubrir todos los requerimientos para proyectos con trayectoria mayor a 5 años. Mucho dependeríamos de ese apoyo (y si no se daba, habría que encontrar otras maneras). Pero de cualquier manera, los resultados de la convocatoria no se publicarían hasta octubre.
Mientras tanto, el Baúl de los Intentos estaría ahí, esperando.
Yo había iniciado el 2009 con la idea de hacer un espectáculo en donde me presentara solo, con una guitarra acústica. La idea práctica era tener algo paralelo a La Barranca, pues Federico estaba viviendo en Brooklin y sólo nos juntábamos un par de días antes y después de cada presentación.
La idea de fondo era responderme a mi mismo una pregunta: ¿qué implica tocar solo? Esta inquietud surgió a partir de una invitación inesperada que me hicieron a finales del 2008. Me llamó mi amigo Roberto Canales (director de los videos de Animal en Extinción y Tsunami) para decirme que Kristos, un cantautor muy amigo de él, me invitaba a tocar en la presentación de su disco, en Cuernavaca. La invitación era extraña porque, para empezar, yo conocía poco a Kristos. Nos habíamos conocido a través de Canales y habíamos intercambiado unas cuantas palabras en un par de ocasiones, en El Alicia. Por otro lado, yo ni siquiera había tocado en el disco que ahora presentaba. De cualquier manera, acepté la invitación porque, en el par de ocasiones que había visto a Kristos, me había gustado su onda y nos caímos bien. Así que toqué algo de guitarra eléctrica en un par de canciones en esa presentación. Al concluir mi participación me fui a la sección del público y lo ví terminar su show. Kristos normalmente se presenta solo y tiene un gran dominio de su espectáculo. En su caso, esto va más allá del asunto meramente musical, pues incorpora un montón de rutinas cómicas y establece una relación muy cálida y desmadrosa con su público.
Pensé que yo nunca me había presentado solo, y ahí me surgió la pregunta de lo que tal cosa implicaría. Seguramente no algo tan cómico y divertido como Kristos: mis chistes en escena o el humor de mis canciones suelen pasar desapercibidos. Pero la idea no dejó de darme vueltas, sentí que algo podría hacer.
Lo de presentarte solo con una guitarra por supuesto que es más viejo que el mismo rock. Viene de una tradición milenaria, desde los más remotos juglares de la antigüedad hasta los patriarcas del blues rural. Hay artistas que siempre han manejado esa posibilidad y cuyo trabajo admiro y me resulta muy cercano: Bob Dylan, Neil Young; Caetano Veloso, Joao Gilberto. Jaime López para no ir muy lejos.
Para alguien que escribe canciones esta es la forma natural de hacerlas: yo mismo las trabajo mayoritariamente sobre una guitarra acústica. Pero hay una gran diferencia entre escribir una canción en la guitarra, y montarla como un número acabado. Son dos tipos de trabajo totalmente diferentes y la relación que se establece con la guitarra también lo es.
Intenté de entrada poner algunas canciones completas en la acústica, tratando de encontrar cuales de mi repertorio se prestaban para eso. Y lo primero que me di cuenta es que no sabía tocar la guitarra acústica. O no la sabía tocar como para eso. Así que antes que nada tuve que pasar por un proceso de re-aprendizaje. Me explico: he tocado la acústica desde siempre; pero mi proceso en ella siempre es una especie de vagabundeo, una especie de day-dreaming para buscar ideas. Nunca con la intención de poner algo con precisión como para tocarlo delante de una audiencia. De hecho, soy el tipo de guitarrista que, si alguien saca una guitarra en una fiesta, finjo no saber tocarla. Así que ahora tuve que aplicarme. Los primeros días la mano me dolía. Amanecía con ella como entumida por el esfuerzo no acostumbrado. La tensión en las cuerdas de la acústica es mucho mayor que en las de la eléctrica. Y además, en una situación en donde te presentes solo tienes que tocar más: aquí no hay bajo, violín, otra guitarra, efectos. Todo lo tienes que hacer tú con la acústica. O, cuando menos, sugerirlo. Aparte de la cuestión meramente manual, mecánica, estaba la necesidad de encontrar una solución estética, conceptual ¿Cómo hacer para que no fuera nada más tocar las canciones como en una fiesta preparatoriana, o cual simple trovero?
Pero esas soluciones sólo se encuentran trabajando. Conforme avanzaba en el entrenamiento físico y mi mano adquiría fuerza, fui encontrando la manera (o maneras) de resolver las rolas. Al final llegué a 3 posibilidades: algunas canciones las podría hacer completamente con la pura guitarra y la voz, sin ningún artificio adicional. Para otras, pensé en un proceso de orquestación por capas, con ayuda de un looper, con el que podría ir haciendo en vivo líneas de guitarra que se superpusieran unas a otras. Para otras más, podría desarrollar algunas secuencias muy simples, con alguna base percutiva .Después de probar, re-arreglar y ensayar unas 40 rolas, entre las que incluí algunos covers (e incluso escribí unas ex profeso para esto) me presenté por primera vez solo en Cuernavaca, el 23 de enero del 2009. Y cuando digo esto es literal: no sólo no había otros músicos conmigo en el escenario, sino tampoco roadies, ingenieros, nada. El equipo lo constituimos simplemente Gilberto y yo, de la manera más simple y práctica. Una unidad móvil y autosuficiente.

Todo el experimento también me permitió repasar y revisar mi propio catálogo, desde esta óptica. Y tuve que escoger canciones que 1) se prestaran a este tratamiento y 2) me siguieran gustando después de años de haberlas hecho. A esto le llamé Mitocondrias, porque era una manera de referirme a procesos celulares, a la unidad mínima de la que surgen las canciones y cómo se pueden ir creciendo desde un punto de partida elemental.

Como mi objetivo principal era responderme una pregunta personal, poco me preocupé de dónde tocar o de quiénes irían (if any) a verme. Escogí el Café La Maga en Cuernavaca, simbólicamente en el mismo sitio en donde había tocado con Kristos, casi como entrenamiento. Una semana después ya tenía una fecha pactada en el DF.

Mitocondrias arrancó ahí y desde entonces lo he venido realizando en paralelo a las cosas de La Barranca, refinándolo, ampliándolo, incorporando a otros músicos amigos. Sobre todo escribiendo canciones específicas para esta manera de presentarme. Pensé en grabar un disco con esta música. En un principio quería armar una colección de canciones nuevas más otras viejas en las que hubiera yo encontrado un ángulo nuevo. Después decidí que sería mejor hacer algo con pura música nueva, dejar las canciones viejas sólo para las presentaciones de Mitocondrias. Así que me puse a escribir más canciones en esta dirección, con la idea de completar suficiente material como para un disco. En esas estaba, pero el tiempo nunca se detiene y cuando nos dimos cuenta ya el 2009 se acercaba a su fin. Lo prioritario entonces fue La Barranca; Mitocondrias tendría que esperar.
Y todo esto viene a cuento en medio de la crónica del nuevo disco de La barranca, porque Mitocondrias me permitió encontrar una salida para cualquier tipo de inquietud que implique la guitarra acústica. Los lineamientos que someramente habíamos planteado Fong y yo en Brooklin hablaban claramente de música eléctrica.
Asi que en septiembre nos juntamos formalmente Federico y yo a revisar, esta vez minuciosamente, el Baúl de los Intentos. Para entonces Fong había decidido regresar a vivir a la Ciudad del Caos, y esto me inspiraba una gran confianza y tranquilidad. De pronto sentíamos que estaban listos los elementos para empezar a trabajar el disco, tal y como queríamos, con el tiempo y disposición que quizá nos había faltado en Providencia. Aún teníamos que realmente hacer las canciones (o terminarlas), resolver el asunto del financiamiento, e incluso decidir quién iba a tocar en el disco. Pero dadas las nuevas condiciones para trabajar juntos en él nuevamente, lo demás parecía secundario.
Entonces se nos atravesó el Fantasma.

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 ¿Qué es lo que nos atrae de la música? ¿qué sustancia es la qué buscamos en su sustancia? La música puede ser una manera de olvidarnos de la vida, o más concretamente, del tener que vivir, como diría Pessoa. En ese sentido no es diferente del sueño, del amor, de las drogas. Excepto que por disfrutar la música no pagamos un precio, y si tal ves lo hacemos en los otros casos. Es cierto, tal vez paguemos algo por poseer el medio en el que está guardada. O por acceder al sitio en el que se presenta. Pero ese precio no compra a la música en sí. Hay algo hermoso en ese sentido: la naturaleza inasible de la música hace que, en un mundo en el que todo se compra y se posee, no pueda ser comprada ni poseída. Tal vez sea eso lo que buscamos en ella, una manera de trastocar o revertir la dirección de la realidad.
Desde ese punto de vista, el escuchar música es en sí casi un acto de subversión. Subversión en el sentido que Octavio Paz le confería al amor: amar es combatir, decía. Escuchar música es una forma de desencajarse del engrane de la vida actual: un acto que, por si mismo, no produce ninguna transacción material ni contribuye al Producto Interno Bruto. Visto así, es un acto de rebeldía.
Por supuesto, hay una industria -¿o había?- que intenta sacar partido de ese gusto por escuchar la música. Toda esa enorme maquinaria de los discos, las tiendas, las descargas, los lanzamientos de las semana, el Top Ten o Las 40 Principales, los videos, el glamour, los managers, las estrellas, los descuentos, las promociones y demás ilusiones, convierte nuestro deseo por la música en una transacción económica, que gira en torno al dinero, que lo genera, que depende de él. Pero, curiosamente, esto en sí nada tiene que ver con la música. Y así como vastas fortunas e imperios se han armado en torno a la música, bien pueden desaparecer (quizá están desapareciendo ya) más no por ello dejará de existir la música. Una sustancia que, a fin de cuentas, no puede ser comprada ni poseída.
El placer que nos produce el disfrute de la música se encuentra libre de culpas también.

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