En algún momento, después de Denzura, Alex Otaloa me había preguntado, casi casualmente, que cómo había hecho esas canciones. No se refería a ninguna técnica, estado de ánimo, mística ni nada por el estilo, sino concretamente a la postura física que tenía en el momento de hacerlas. Le dije que por lo general las había hecho sentado, con una guitarra acústica en las manos, lo cual era cierto. Aunque no le dije que muchas partes, como siempre, las había hecho en el coche mientras manejaba, y otras, como Fin del Mundo, mientras esperaba mi turno en una fila frente a una ventanilla del IFE. De cualquier manera Alex me dijo que porqué no intentaba hacer otras canciones en una posición diferente. Tal vez quería decir de pie, o corriendo.
Me acordé de eso porque ahora estaba yo acostado sobre el pasto, con la guitarra encima de mí y la cara hacia el cielo. Era de noche y yo tenía los ojos entrecerrados. Si alguien me hubiera visto (aunque nadie podía verme) habría pensado que me había caído ebrio, o que estaba intentando dormir en una posición absurda. Me reí al pensar lo que diría Alex de mi interpretación de su sugerencia.
Unos meses antes Chema y yo habíamos ido al club de fútbol Guadalajara a hacer unas fotos para la revista oficial del equipo, Chivas. Era una de esas “ideas de promoción? que nunca sabes bien a bien si tienen sentido o no. Pero de cualquier manera ir a Guadalajara siempre será atractivo y por eso habíamos decidido hacerlo. Tras las fotos, que fueron tomadas en unos vagones de tren abandonados en donde el mediocampista Manuel Sol y yo aparecíamos como únicos pasajeros, regresamos a la cancha de entrenamiento. Durante una hora estuvimos detrás de la portería de Oswaldo Castro, viéndolo volar por el aire para atajar los penales de entrenamiento que alguien le tiraba incesantemente. Una y otra vez lo vimos lanzarse y caer estrepitosamente. Parecía una locura que alguien se azotara contra el suelo tantas veces en pos de un balón. Pero ese es justamente el trabajo de Oswaldo: su vida consiste en volar por los aires y caer al suelo para impedir que la pelota entre en su marco, sin importarle los raspones. Ciertos oficios tienen implicaciones de este tipo, te obligan a hacer cosas que desde otro punto de vista parecen absurdas. Chema y yo pensamos luego en los bateristas, en él mismo: muchas horas de su vida las pasa aporreando los parches de unos tambores, golpeando los metales de los platillos con un par de palos de madera.
Esa noche en Guanatos, acudimos después a una subasta de arte con fines de beneficencia. La subastadora era la actriz Jesusa Rodríguez, en su papel de charro revolucionario, con grandes bigotes. Ahí andaba por supuesto Liliana Felipe, y en un breve saludo me dijo que le había gustado mucho el Denzura, lo cual me hizo sentir increíblemente bien. Después de todo, las canciones que yo intentaba hacer eran así en gran parte por ella. Desde la primera vez que la oí en la radio en 1985, Liliana había detonado todas las preconcepciones de lo que yo creía que se podía hacer con una canción en español. En ese momento me pareció que todas las demás canciones habían sido hechas por un niño; o en todo caso, hechas para niños de quienes se quería que siguieran creyendo en los reyes magos. Las de ella eran desafiantes, tocaban emociones profundas, diferentes, incluso prohibidas. Mostraban todo el otro lado de la realidad que yo sabía que estaba ahí, que había visto en libros, películas, cuadros, poemas, pero que jamás había oído que se reflejara en una canción en español. Las de ella arrojaban luz en ese lado. Una suerte de oscuridad resplandeciente o, si se prefiere, una luminosidad abismal. Después, cuando la fui a buscar al bar El Cuervo, donde se presentaba por las noches en Coyoacán, confirmó todas mis impresiones. Y también mis temores. Entre el humo y las luces de teatro, con su boca descaradamente roja, era lo más cercano a un ángel de carne y hueso que yo había visto (suponiendo que fuera de carne y hueso), pero en un solo cambió de mirada ese ángel adquiría un brillo terrible.
En el podium de la subasta en Guanatos esa noche, la gracia de Jesusa era tan elocuente que Chema y yo estuvimos a punto de comprar uno de los cuadros. Era uno de formato pequeño en tonos rojos, que mostraba, curiosamente, a un pianista al que un demonio le susurraba cosas al oído. Pensábamos que era ideal para el cuarto de ensayos. De hecho entramos en la subasta y ofrecimos algunas cantidades que de entrada no traíamos. Desafortunadamente las ofertas pronto subieron y el cuadro se volvió totalmente inaccesible. Al final Liliana incluso tocó algo al piano, pero en plan de desmadre, como parte de la subasta. Nada trascendental, excepto su presencia.
El caso es que, como Oswaldo, ahí estaba ahora yo, tirado en el suelo, en una posición absurda. Pero como él, estaba haciendo mi trabajo, estaba intentando encontrar una canción. Lo bueno de esa posición es que es incómoda. Después de unos minutos la mano izquierda resiente la gravedad, se cansa y es difícil pisar los trastes. Tampoco ves el brazo de la guitarra. Eso estaba bien porque de cualquier manera no tenía ganas de hacer nada demasiado rebuscado, ningún acorde arácnido ni nada. Sólo quería escuchar lo que mis manos producían al posarse sobre la guitarra; ver si contenía algo.
Lo de Alex Otaola por supuesto era de otra naturaleza. Yo sabía perfectamente lo que estaba detrás de su comentario. Él estaba tratando de articular, desde otro punto de vista, un gran tema dentro de La Barranca, una preocupación real y genuina de la banda: el asunto de las rolas up-beat. Chema lo había externado también por ahí en otro momento, sólo que él había utilizado más bien la palabra tempo. Y yo también entendía lo que él quería decir. Después de todo, yo les había hecho una especie de jugada rara con Denzura.
Cuando grabamos el Yendo al cine solo, y más concretamente cuando empezamos a tocarlo en vivo, éramos una banda de rock, rock instrumental pero rock al fin y al cabo. Teníamos cosas como El Espía que te amo, una canción rápida y rocanrolera en donde, en los 16 compases de la parte C, Chema tocaba todos los breakes imaginables; teníamos Aconsejado por la muerte, que sin ser rápida terminaba con una explosión volcánica; teníamos Tolteca, que aunque en el fondo es más bien un mambo resulta de alguna manera up-beat; teníamos Medianoche, cuyo final es lo más cercano al funk a lo que yo he llegado jamás. Incluso, dado que en ese tiempo no queríamos tocar nada de La Barranca, para completar el programa recurríamos a unos covers bien rockers: Nuestro amor es ese gato negro, que es rock químicamente puro y también Third Stone from the Sun de Hendrix, un excelente pretexto para hacer tanto ruido como pudiéramos.
En esa energía estábamos justamente cuando decidimos despertar a La Barranca de su hibernación y ponernos a hacer un disco completo entre nosotros cuatro: Denzura.
Sólo que el disco que se apareció se iba por otra dirección. Era Kalenda Maya, era Hasta el Fin del Mundo, No Mentalices, La Rosa. Si acaso sólo la canción Denzura intentaba resumir en un sólo riff toda la potencia que habíamos estado ejercitando antes en vivo. Pero el disco en general, su mood, su esencia, iba por otro lado. Una de las cosas que yo decía a menudo en ese entonces era: ya no quiero hacer rock. Y lo decía casi en serio. No sé si para los Arreola y Alex fue un tanto decepcionante en principio, pero lo que es seguro es que significó un ejercicio severo de auto contención.
De cualquier manera, ellos tuvieron confianza en esa dirección e hicimos el disco. Un disco que me encanta porque se mueve casi en cámara lenta, como grandes bloques de nubes que se alejan del rock. Perfecto. Pero, eso si, con pocas rolas up-beat.
No es que a mi no me gusten este tipo de canciones, claro que me gustan. Aunque cuando pienso en mis discos favoritos por lo general las rolas que me parecen más memorables son lentas: si pienso en el disco blanco de los Beatles no pienso en Birthday ni en Back to the U.S.S.R, pienso en Dear Prudence, While my guitar gently weeps o Julia; incluso Blackbird o I´m so tired. Del Sgt Pepper´s la canción que más me gusta es A Day in the Life, y es bastante lenta. Del de Buenavista Social Club por ejemplo, El cuarto de Tula es una rola excelente y explosiva, que puede hacer bailar a cualquiera; pero la chida en realidad es el Chan Chan, que es un son lento. Del O.K. Computer la que no me gusta es la 8, ¡precisamente la up-beat!.
Lo mismo podría decir de mis propios intentos. Por esos días andaba yo también en lo de la reedición del Tempestad. Cuando Lalo del Aguila me pasó el master completo, con los bonus tracks, lo oí todo de corrido, algo que probablemente no hacía desde que terminamos de mezclar el disco en 1977. Redescubrí varias cosas que me gustaron, pero inmediatamente detecté dos canciones que nunca debieron de estar ahí: Perla y Aeroplano. Las habíamos incluido por razones equivocadas y siempre lo supimos. Cuando le fuimos a enseñar a Diego Herrera, director de A&R de BMG en ese tiempo, todo el material que íbamos a grabar, nos dijo: está bien, pero como que le faltan algunas rolas up-beat. Los A&R piensan que la posibilidad de encontrar un sencillo esta siempre entre los temas rápidos. Así que metimos esas dos sin estar totalmente convencidos. Tal vez eran buenas ideas, pero no buenas rolas.
Ahora, en el 2004, yo no quería cometer el mismo error dos veces. ¿Cómo conciliar esa necesidad real y absolutamente comprensible de quienes quieren tocar cosas up-beat con los bloques de movimiento lento que a mi me interesan? ¿Es tal cosa posible?
Cuando terminas un disco, éste contiene las indicaciones de cómo será el siguiente; y a veces resulta ser su contrario. Denzura mismo no era producto sólo de un capricho, sino de los discos anteriores, incluyendo quizá el del Cine. Ahora habíamos terminado uno, con su epilogo que fue El Cielo Protector y todos empezábamos a tratar de ver como sería el próximo disco de La Barranca. De ahí los comentarios de Chema y Alex.
No recuerdo si Alonso hizo alguna observación directa en ese sentido, pero si recuerdo otra. Habíamos terminado una de las improvisaciones que normalmente hacemos antes de empezar a ensayar, similares a las de la Capa 13. Alonso dijo “siempre caemos en una onda medio jazz-funk-progresiva?. ¡Exacto! No podía haber sido más certero y yo no podía estar más de acuerdo con él. Coincidíamos en una cosa fundamental y eso me llenó de gusto. Ahí estaba señalando un camino que ya no deberíamos recorrer con el nuevo disco.
Poco a poco su observación y las de Alex y Chema y las más se fueron transformando en expresiones como “hay que hacer un disco más directo?, “hay que grabar en vivo?, “hay que mandar a la chingada las secuencias?. Estas ideas también recogían todo lo que habíamos aprendido en el escenario, tocando las canciones de Denzura en vivo. Poco a poco nos habíamos despegado de las versiones del disco, habíamos eliminado las secuencias y habíamos expandido las piezas, llenándolas de pasajes libres y surrealistas. Y lográbamos versiones mucho mejores que las que se grabaron.
Ahora, muchas veces puedes tener una idea teórica clara de lo que quieres pero ¿cuánto tiempo se necesita para que tu cuerpo la asimile? Cada vez que yo me salgo del cuarto de ensayos, para traer una botella de vino o atender otro asunto cualquiera, inmediatamente se desata una improvisación de jazz-funk-progresiva. Nuevamente, no es que no me guste ese terreno, ni mucho menos que lo quiera destruir. Es sólo que ya no quiero moverme en él. Alex ya toca de por sí en una muy buena banda de jazz-rock-progresivo ¿necesitamos otra Santa Sabina?
Si Alonso había señalado eso tan claramente, pensé que más que un gusto, lo que nos lleva a tocar éso es un hábito: la necesidad física de tocar. Son nuestras manos, moviéndose en otra variable de la ecuación de la ansiedad inmensa ¿cuánto tiempo se necesita para deshacerte de un hábito? Por ejemplo, muchas veces en el ensayo, mientras estamos hablando para discernir algo en torno a una canción o lo que sea, Chema se arranca tocando un ritmo en la batería. Es por lo general el mismo patrón, y lo toca fuerte, desarticulando toda posibilidad de conversación. Es casi como un tic: toca sólo un par de compases sin voltearnos a ver y luego para. Nosotros entonces retomamos la plática.
Todas esas ideas y otras más flotaban en el ambiente durante esos meses de mediados del 2004. Habíamos iniciado ya el proceso gradual de ir haciendo canciones para el nuevo disco. Ahora, ¿puedes poner todo eso en una canción? Respuesta: no, no puedes.
Pero no es esto lo que yo estaba pensando tirado ahí con mi guitarra. Si hubiera estado pensándolo no hubiera podido dar ni un sólo acorde, estaría paralizado. No pensaba en nada, de hecho, pero eso flotaba por ahí, andaba ya en el subconsciente.
Alguna vez leí algo que había dicho Paul McCartney que me gustó mucho. Decía que la melodía de una canción esta implícita en un juego de acordes y que es cosa de saber escucharla. Luego agregaba: es más, si sabes escuchar realmente bien, puedes encontrar que una canción esta contenida en un sólo acorde.
Un sólo acorde… Esto abre posibilidades infinitas y le confiere a la guitarra una función oracular. El número de acordes que puedes dar es considerable, más no infinito ni mucho menos. Si nos limitamos a los cuatro básicos (mayor, menor, dominante, disminuido), apenas si tenemos 48. Este número se puede incrementar bastante si consideras los acordes aumentados, los suspendidos, las inversiones, etc., incluso aquellos que no obedecen ninguna regla. Pero aún así es un número contable. Sin embargo, lo que resulta incontable es el número de canciones que se han hecho con estos acordes, y mucho menos contable aún es el número de canciones que se pueden hacer con ellos.
El I Ching sólo tiene 64 hexagramas, pero con ellos es capaz de responder a cualquier pregunta. ¿Por qué? Por la intervención del azar. Para los chinos, la respuesta a una pregunta está contenida en la pregunta misma. Pero la pregunta no es una cosa aislada, sino que en ella confluyen todas las circunstancias de quien la plantea: sus circunstancias pasadas y presentes, sus circunstancias internas y externas, las que conoce e incluso las que ignora. Y esto implica también el momento exacto en que se hace la pregunta; y eso es el azar. Para ellos, en la pregunta van incluidos también el viento que sopla en ese momento, el orden en que caen las monedas, el número que determinan y por lo tanto el hexagrama que corresponde a la respuesta.
Por eso existe un número infinito de canciones diferentes contenidas en el mismo acorde, porque depende de las circunstancias en que cada quien se aproxime a él. Y éstas son irrepetibles. El acorde de Si en el que habían caído mis manos al azar es exactamente igual al de millones de canciones que ya existen, pero la canción que yo tenía que escuchar correspondía sólo a ese momento. Si todo lo que he escrito arriba no flotara en el ambiente, yo habría escuchado otra cosa. Y además, no olvidemos que estaba acostado en el pasto.
Después de un rato razonable, similar al que estuvo Oswaldo frente a su portería, yo ya tenía algo. Una secuencia de acordes surgidos de ese primer y azaroso acorde de Si. No era nada del otro mundo: una cadencia de puros mayores eso si, simple, lenta, larga. Pero antes de caer al último acorde de Mi me sugería algo que necesariamente subía de intensidad: una corriente. Una corriente eléctrica, una corriente acuática, algo así. Y esta corriente se mantenía, moviéndose rápido debajo de la cadencia cuando ésta volvía a empezar. Ahí estaba también ya su melodía, esa la oía con claridad.
Quise grabar un demo rápidamente para no olvidarla. No sabía si era una canción, parte de una canción o sólo una “cosa?. Pero parecía diferente a las otras canciones que ya teníamos para el nuevo disco. La grabé de una manera bastante punk, utilizando la telecaster que Alex y yo habíamos comprado en Phoenix a principios de año, tocando de acuerdo al flujo que sugería la corriente. Abajo, efectivamente cabía un ritmo up-beat y hasta medio latino. La oí y me gustó el sonido potente que todo esto producía. ¿Estaba de regreso el rock?